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Poseer sin amar

  • Foto del escritor: Robs
    Robs
  • 22 jun 2020
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 23 dic 2020


Rara vez ha faltado en la mesa. Cuando no está es porque se decidió romper un poco la rutina, por eso de que hacer lo mismo todos los días es cansar a la vida antes de tiempo, pero lo normal es que la rutina le gane a la vida. La rutina nunca se le desea a nadie, pero la mía no me suele molestar.


Puedo decir que cada mañana a la hora del desayuno tengo al frente a uno de los personajes más famosos de Colombia. Es un actor de comerciales de toda la vida que nunca me ha dicho que no. Y no conversamos, solo nos miramos. No hace falta decir nada porque ya sabemos qué queremos el uno del otro. Él es mío, y yo decido hasta cuándo lo quiero.


Tal vez por ese deseo de poseerlo es que llega caliente. Si llega frío no me interesa; pero si llega muy caliente, aún menos. Frío es insípido, sin gracia, aburrido; muy caliente hace daño, es egoísta, no le importo. Lo primero que quiero al despertar es ser querido, y como los fríos no quieren y los muy calientes se quieren ellos solos, tiene que estar en el punto perfecto.


Es humilde, pero no confunde humildad con pobreza así que tiene contratado a su propio chofer, y cuando el chofer de la semana no está, tiene al del fin de semana. Incluso cuando el que lo transporta el domingo se queda dormido me llama para que lo recoja, pero solo voy por él si no me toca esperar a que se termine de arreglar. Es indispensable que esté listo.


Pero también tiene días, de esos días que quien exista alguna vez ha tenido, donde está mal. Si sale afanado de la casa, se le quedó algo; si sale muy tarde, ya le conseguí reemplazo. Porque sí lo quiero, pero no lo amo. Lo quiero superficialmente y se hace fácil cambiarlo por alguien que esté listo y dispuesto para mí cuando él está mal. Lo quiero, pero con condiciones, que es lo mismo que no querer de verdad.


Aunque he de admitir que a pesar de que mis sentimientos hacia él son pensando en mi beneficio propio, le agradezco por hacer parte de mi vida. Lo necesito para que no me falte el aire, para no sentir que me muero. Sin él la garganta se me anuda y me falta el aliento. Sin él tengo que detenerme a esperar y concentrarme en superar esa sensación de ahogo que me ataca cuando él no está para defenderme.


Pero sobre todo le agradezco cuando es la excusa para que todos en casa nos sentemos juntos alrededor de la mesa, aunque últimamente no suceda. No coincidimos en las mañanas porque hacemos nuestra vida afuera, pero cuando estamos todos y él está ahí para nosotros, él resalta más por su sabor y aroma.


Y como aquellos padres que casaron a sus hijos con la pareja que consideraron conveniente, mi mamá nos casó a todos en casa con ese líquido café a veces claro a veces oscuro de temperatura caliente que usa un perfume olor natural a puro chocolate.

 
 
 

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